HACIA OTRO 98 con LA DESTRUCCIÓN DE ESPAÑA.
martes, 14 de octubre de 2025
domingo, 12 de octubre de 2025
UNA OLMA MILENARIA
La olma que había
frente a la iglesia pueblo tenía más de dos mil años. Había sido plantada por
los soldados de Trajano (la historia hace nacer a dicho emperador en Pedraza)
que era un poco paisano nuestro y era mayor que la de Pedraza, un redondel su
tronco de cerca de quince metros que no la abarcaban veinte paisanos, cuyas raíces
desde el arroyo circundante se extendían por todo el pueblo desde la casa
curato a la pobeda. La olma allí estaba siempre mirándonos, impertérrita,
augusta, siglos y siglos, contemplando el paso de generaciones. Sus ramas
florecidas se extendían por los lados a manera de grandes candelabros
protectores. Los niños de la aldea trepábamos por el tronco hueco, nos
sentábamos, echábamos risas y jugábamos a la malla. Sus ramas crecían hasta
tocar la punta de los aleros y las raíces reptaban subiendo la ladera del
calvario donde estaba el camposanto. La quima formaba un corro donde se
sentaban a tocar la gaita y el tambor en las fiestas patronales. Y algunas
veces se celebraban los concejos. Había sido plantada seguramente en tiempo de
los romanos. Y esto no son conjeturas sino probabilidades porque aquel
villorrio en una esquina de la provincia de Segovia estaba emplazado dentro del
itinerario de Antonino. Fuentesoto, al pie de una fuente salutífera que manaba
un chorro ingente de agua calda por el invierno y muy fría por el verano, debió
de ser un vivaque o manor donde descansaban las legiones que iban desde Astorga
a Uxama. Al recordar aquel árbol de mi infancia se me caen las lágrimas porque
su tronco y sus raíces guardaban el polvo de las crepidas o botas militares de
las acies de Roma y vieron pasar a los guerreros moros que arrebataron el
castillo a los visigodos y después a los Tercios de Flandes. Más tarde, a los
guerrilleros que lucharon contra la francesada. Aquella era la tierra del
Empecinado. De últimas, se había venido diciendo que nuestra raza viene de los
judíos; creo que se trata de una tesis poco segura y sin base histórica.
Algunos debieron de morar en Sepúlveda y Sacramenia y Riaza que estaban
cercanos pero por lo general los rasgos faciales de nuestros antepasados no
eran israelitas. Éramos tierra de frontera. Estábamos en una linde. Al otro
lado de la cordillera era ya tierra de moros. Se fundieron las razas. Esa
simbiosis misteriosa de judíos, moros y cristianos que conforma ese enigma
nacional que es España. Los musulmanes allí apercibidos tras la conquista del
valle del Duero fueron bien recibidos, se asimilaron, aunque conservasen
algunas de sus viejas costumbres venerables, trabajaron la piedra de las
iglesias románicas y nos enseñaron a regar las acequias de la vega. Todos los
alarifes y los molineros de las aceñas eran moriscos. Pienso que esta
exaltación del judaísmo, ahora todos los españoles quieren venir del pueblo
elegido, no es más que una entelequia propagandística pues siempre habrá que
estar con el poder. Somos godos, provenimos de los vacceos. Somos numantinos,
indomeñables, gente difícil, acostumbrados al sufrimiento, guardadores de las
viejas tradiciones cristianas y de los santos del calendario. El año 53 fue
talada aquella olma cuando pusieron el coche línea Peñafiel-Madrid. Un
sacrilegio biológico que quizá anunciase los terrores del milenario: las aldeas
vacías, la despoblación del campo y la emigración a las ciudades. Pero los
iberos somos así de recios. La España carpevetónica desprecia cuanto ignora y
prefirió subirse al carro de heno del progreso. Aquel ulmáceo creo que era el
más antiguos de Europa, divinidad maternal que guardaba el secreto de los
antiguos dioses protectores del pueblo. Allí me mandaron mis padres los
veranos, una boca menos porque entonces no había. Yo era un niño frágil tierno,
crédulo y muy guapo. Las vecinas del barrio de San Andrés Puerta del Socorro
lindante con la judería vieja donde nací me comían a besos. ¡Qué niño tan guapo
tiene usted, señora Juanita! Ya ves, mis padres me mimaban demasiado por ser el
primero y por haber venido después de una hermanita, Henar, que murió a los
tres meses de meningitis el año 41. Yo era un niño triste, ingenuo, de mirada reconcentrada al que le gustaban
los libros. Una de las primeras fotos que conservo aparezco con un libro en la
mano. Estaba sellado mi destino, he de decir, lo que son los genes, mi nieto
Pelayin es también muy guapo, creo que más guapo que yo y menos triste y más
simpático. Iba a un colegio de pago, las Jesuitinas y allí aparecieron los
primeros signos de rebeldía que me persiguieron toda la vida. Escribía con la
zurda y la monja sor Josefina me ataba la mano a la silla para que escribiese
con la derecha. Demasiado crédulo e inocente, algo soñador, pensaba haber
venido a un mundo hermoso y agradable donde no existían traumas ni dolores ni pecados.
Donde no existían ni los perdedores ni los malos. Cuando me mandaron al pueblo
“a tirar varetas” el contraste fue cruel. Antoñito, espabila y llevo sin
espabilar toda mi vida. Por eso me las dieron todas en un carrillo. Los
muchachos aldeanos se reían de aquel pobre niño de ciudad. Le hacían toda clase
de perrerías y aprendí sin utilizarla una palabra que está ahora muy de moda:
bulling. Papá y mamá cerraban la casa y se llevaban con ellos a Javi el
preferido de mi madre, el más simpático. Papá tenía una comisión como
instructor de reclutas del Campamento de Robledo. En tal comisión de servicio
enseñaba a los estudiantes de la IPS que hacían una mili especial y salían de
sargentos y de alférez. Robledo era un paraíso a la sombra del Peñalara contiguo
y al pie de la Granja de San Ildefonso. Más de diez mil tíos (quince bajo la
lona se reunían en aquellas chabolas en aquellas chabolas circulares Robledo
era el Grafenwohr español). Había los
domingos unas misas de campamento impresionantes en el Llano Amarillo.
Recientemente fui a visitarlo y se me cayó el alma a los pies. Crecían zarzas
cerca del sagrario donde se exponía el Santísimo y el cristo de la buena muerte
había sido profanado. Era un tiempo triunfal que nada tiene que ver con la
tristeza y el egoísmo de ahora pero en fin, corramos un tupido velo porque tras
de tiempos vienen tiempos. A mí me sacaban billete en el Gutiérrez el coche de
linea que hacía la ruta Segovia-Aranda de Duero. Mi abuelo Benjamín me estaba
esperando en el empalme de las Suertes Viejas con el carro. Uncidos al yugo del
carro de mi abuelo tiraban dos mulos. Uno el “Sevillano” y el otro el “Noble”.
Este último tenía poco de su nombre porque era mohíno y más falso que Judas; en
una ocasión a tía Paulina la tiró una coz que por poco la deja sin nariz cuando
fue a hacer pis a la cuadra. El cambio fue traumático, insisto. Fuentesoto me
hizo abrir los ojos y contemplar las contrariedades, injusticias y
arbitrariedades de la vida No había leche y nos alimentábamos de pan y cebolla.
El abuelo Benjamín era otra cosa, pese a la pobreza y a las carestías de aquel
tiempo. No había seguridad social y cuando el abuelo enfermó de la próstata
hubo que vender algunas tierras para pagar al cirujano del Hospital de la
Misericordia. Quedó mal y sufrió muchísimo. “Tengo muchos dolores hijo es como
si un mastín me ahincase los dientes en la rabadilla”, me decía el pobre. Los
chicos de mi edad eran paupérrimos. Calzaban albarcas y peales como los
romanos. Cuando me acanteaban, volvía a casa por los pantalones rotos por la
culera y el peto con unos retales que me hizo la tía Dominica con un mono de
soldado con un tirante fuera. No se me olvida: la experiencia más traumática y
cruel que padecí un verano fue cuando el Rufino un gañán con la cabeza abombada
que odiaba a mi padre por ser militar y toda su familia era de izquierdas me
azupó su perra, era un cánido color marrón y los ojos fulgurantes que me mordió
el culo y parte de los tobillos, volví a casa llorando con el pantalón roto y
sangrante. Aquella maldita perrita ratonera atendía por el nombre de “Maula”. Toda la vida se me representa
aquella perrita enana de color canela ahincando sus dientes en mis calcaños.
Fue en la era del Tío Monago. Desde entonces tengo pavor a los perros. Las
risotadas que se daba el Rufino en la era de Maudillo se me quedaron grabadas.
En el infierno deben de resonar eternamente estas carcajadas satánicas que fue
tan vil como incitar a la Maula a que
mordiera en el trasero a un niño de siete años. A pesar de los sufrimientos y
humillaciones que padecí en aquel pueblo de Fuentesoto tan feroz yo seguí amando
aquel lugar que fue el escenario de mis primeras correrías infantiles, añorando
sus piedras románicas, y la olma triunfal que fue derribada para dar paso al
Albarrán, un verdadero sacrilegio ecológico. La venalidad de aquellos
pueblerinos, sus mofas, sus carcajadas me enseñaron una cosa: hay dos Españas
viernes, 10 de octubre de 2025
ME QUISIERON DAR POR CULO. MENUDA EXPERIENCIA...
PRIMER VIAJE A LONDRES
El año 1964 con veinte años cumplidos el preuniversitario aprobado y en segundo de Comunes con una carta de trabajo para ir a un campo a la recolección de fresas y ciruelas (strawberries and plums) y un diccionario Collins de bolsillo en mi macuto tomé el expreso de Hendaya. El tren iba atestado. Días antes, en el Bernabeu Marcelino había marcado el famoso gol a Rusia, Yasin bajo los palos, la "Araña Negra", que se interpretó (erroneamente) como un desquite por los agravios de la guerra civil, pero España vivía un ambiente de euforia y optimismo mirando con tranquilidad hacia el futuro. Se celebraban los XXV años de paz por todo el país.
Eran multitud los estudiantes españoles que habían escuchado la voz de Shakespeare. En el andén sonrisas y lágrimas y pañuelos de despedida. Bajo la alta mampara de la estación de Príncipe Pío me parece que se repitieron escenas como las vividas cuando la expedición de la División Azul se puso en marcha para ir a Rusia. “Abrígate, no cojas frío”─ qué anacronismo estábamos en pleno junio─ “No bebas mucha cerveza”, “Reza tus oraciones de la mañana y de la noche”
─Sí, mamá.
─A ver qué hacemos, cuidado con las inglesas.
─Sí, papá.
─Escribe pronto.
─En cuanto llegue.
Muchos de nosotros íbamos a la aventura. En los planes de segunda enseñanza dábamos francés pero el inglés se estaba imponiendo. Era el idioma del futuro a pesar de Blas de Lezo, la Invencible, y a pesar de Gibraltar, oh Gibraltar, tú la espina clavada en suelo español. La lengua de Milton había que aprenderla por cojones si se quería ser algo en la vida. Habíamos sido un pueblo germanófilo y francófilo pero nos estábamos pasando al campo de nuestro enemigo histórico y la culpa la tuvo Franco que el 17 de julio de 1936 estando en Tenerife se fumó la clase de inglés con una profe particular que se llamaba Miss nosécuantos, por causa mayor. Se preparó la gorda.
En adelante Franco, un anglofilo de siete suelas, siempre padeció de esa merma, que era un complejo de inferioridad inherente a nuestras clases dirigentes. Tardamos casi un día en llegar a París y allí hacer transbordo desde la estación de Austerlitz a la Gare du Nord.
No tuve dificultades porque los franceses son cartesianos, optan por la línea recta mientras los anglos prefieren la línea curva. El inglés es sinuoso de por sí. Por eso no me perdí en el metro parisino mientras en el londinense me costaría verdaderas lágrimas de desolación coger el tubo que me llevó a las chimbambas dando vueltas por la Circular Line con mi macuto a cuestas. Mi padre me había sacado del cuartel un macuto de campaña, botas militares y pantalón caqui. La gente me miraba como si fuese marcando el paso. Un mozo del pueblo de Fladbury donde yo llegué le escuché decir con sorna:
─Here is the Spanish Armada again (Aquí están los españoles de Nuevo)
─Esperemos que sir Francis Drake termine su partida de bolos para darles una paliza.
Bajé la cabeza, humillado. Yo preguntaba dónde estaba la estación de Paddington pero nadie me entendía y ¡yo que me ufanaba de saber hablar la lengua del imperio¡... Gotas de sudor y de lágrimas caían sobre las páginas de mi diccionario Collins.
Aquel día lloré más que nunca. Nadie me entendía, ni me ayudaba. Me puse a rezar acurrucado en el extremo de un vagón pidiendo a la Virgen que me ayudara a encontrar el camino de regreso pues maldita la hora que había yo avistado los blancos acantilados de Dover. Quiero irme a casa. Sin embargo, después de casi dos horas de andar perdido en el subterráneo avisté un cartel que ponía Paddington. Hacía un calor bochornoso. Lo que más me llamó la atención fue el olor de Londres así como la homogeneidad de los rostros impávidos, el goteo de las pisadas apresuradas, la inmensidad de aquella urbe que olía a zotal y a ropa vieja.
Me senté en un banco y ya dispuesto a pasar la noche tendido sobre la madera con el macuto de mis pertenecías por cabezal, cuando escucho a alguien que me hablaba en español:
─Hola
─Buenas.
─Me llamo Pablo, soy de Madrid. Vine a Londres y trabajo de friegaplatos y ¿tú?
─A Evesham a un campo de trabajo en Worcester. Perdí el tren y el próximo convoy no sale hasta mañana a las diez.
─ ¿Tienes habitación?
─Dormiré echado aquí a la luna de Valencia.
─No se puede. Te detendrá la poli. Si quieres, yo tengo un sitio en mis lodgings. Puedes venir conmigo a mi posada. No te cobraré nada. Es gratis.
No encontré sospechosa la propuesta de Pol. No quería que le llamase Pablo en español. Pol a secas. Que me ayudó a portar mi pesado equipaje sin asustare del estruendo de mis botas de artillero que taconeaban con estruendo por el malecón.
─Bueno vamos.
En ese momento pasó una niña jamaicana de madre negra y padre blanco, mezcla de razas. Londres era ─iba a ser, estaba siendo con la pérdida de las colonias─ un melting pot. El padre iba leyendo un periódico sábana “News of the World” y estaba entrando en agujas una máquina de vapor. Por la ventanilla se asomaba un fogonero rubiales con la cara tiznada de carbón. El tren era el mixto de Cardiff. Gales siempre estuvo en mi imaginación. Era la patria de Tom Jones.
Mi huésped vivía dos calles más arriba, un cuartucho interior en sótanos que compartía con otros estudiantes. Baño no lo había y había que mear en un sillico. Mientras meaba y me desnudaba el tipo se quedó mirando, una mirada de lascivia que no había visto yo nunca. Esos ojos me hacían daño y le pedí que se volviese de espaldas mientras yo evacuaba mi vejiga. No hizo caso. Se abalanzó de pronto sobre mí queriéndome besar.
─Túmbate ahí y yo te digo cositas.
Santo Dios. Pegue un brinco que debió de despertar a todos los huéspedes. El landlord bajó del piso de arriba en paños menores con una linterna mientras yo chillaba con toda la fuerza de mis pulmones:
─No por Dios. A mí maricones.
Me vestí como pude y salí de estampida regresando a la estación con mi macuto a cuestas y con mis estruendosas botas del ejército español que a esas horas de la madrugada quebrantaban el silencio de la capital inglesa. Taconeaba con rabia como diciendo adonde me habré metido.
Paseando junto a un furgón de correos y con las manos puestas en las posaderas no fuera a regresar aquel infame maricón transcurrió toda la noche hasta que tomé el tren de Fladbury. Mi entrada en Londres no fue nada triunfal pero la voz de Shakespeare me llamaba y unos ojos acariciadores me miraban en la lejanía. Eran los de la Suzi. Mi primer encuentro con la gran metrópoli donde pasaría después los años más deliciosos de mi juventud no pudieron ser más torpes.
Lo mismo que el postrero cuando traté de trabar contacto con mi hija Helen y un ucraniano quiso matarme con una flecha de jugar a los dardos. El primero no encontró el ojo del culo y el segundo no atinó a la cabeza porque mi ángel de la guarda puso la mano.
El campo de trabajo de Fladbury era un verdadero Lager o campo de concentración, un invento de los ingleses en Rhodesia, maloliente, los camastros atestados de piojos y de chinches donde nos mataban de hambre. Lo mejor era el desayuno, palomitas de maíz y té azucarado, mientras sonaba en el comedor la música de los Beatles. Escuché allí a los Beatles por primera vez cantando por los micrófonos de la BBC.
Soñaba con tener novia, aquellas ojizarcas minifalderas pero a los operarios de los campos de trabajo no nos dejaban entrar al baile y a la puerta de los pubs había un cartel que ponía vedandonos la entrada a los temporeros: “no dogs and strawberry pickers allowed”.
Aquellos campos eran la tierra de Shakespeare. Stradford upon Avon estaba a tiro de piedra de Evesham. Había un parque detrás de una iglesia gótica destruida por los puritanos de Cromwell donde, tendidos en la hierba, las parejas se arrullaban y hacían el amor.
Como comía poco, yo estaba muy cansado y enflaquecí. Era un trabajo a destajo. Llenabas una cesta y te daba el capataz un chelín. Tantas cestas tantos chelines. Había un español estudiante de de Salamanca, un tal Conejo, que era un pícaro y a veces en cada cesta que llenaba introducía una piedra por debajo. A veces colaba, y a veces no. Todos envidiábamos a un alemán llamado Gunter que era una verdadera máquina. Mientras nosotros tardábamos una hora en la recolección de frambuesas, él acababa el recipiente de llenarlo en unos minutos.
El maldito Conejo que, aparte de mal educado era un golfo, al salir la conversación sobre la segunda guerra mundial y el tema Hitler le dijo a Gunter a la cara que a él el Fuhrer le tocaba los huevos. Dicho esto, el alemán tiró el cesto de las fresas, se arrojó al suelo y empezó a gritar y a darse golpes contra el suelo con la cabeza. Más que llorar berreaba. Se produjo un escándalo. Vino el warden o guardián que había sido sargento mayor en la infantería británica, superviviente del desembarco de Normandía, y empezó a consolar al muchacho, un detalle de la tradicional compasión británica.
Por lo visto Gunter había perdido a su padre y sus dos hermanos en la Wehrmacht y su madre pereció en el bombardeo de Dresde. Para mí fue lo más desagradable de aquella peripecia: la maldad de mi compatriota y la bondad del guardián del Lager. A los pocos días pedí la cuenta y tomé las de Villadiego camino de París. Esta vez no me perdí en el metro de Londres y dije adiós a los blancos acantilados de Dover a toda prisa.
No sabía yo entonces que haría aquel camino de ida y vuelta a lo largo de mi vida bastantes veces, porque he de decir con Graham Green (título de una de sus novelas) “England made me”. Es decir: que mi carpintería mental fue construida con madera inglesa
jueves, 2 de octubre de 2025
el peor diablo es ababdon el que tienta a los judíos. Tiene a los sionistas entre sus manos
CUELGO LA SOTANA
Aquella década de mediados de los cincuenta, yo era latino, fue un tiempo de ilusión clerical, era yo un seminarista fervoroso que trataba de no mirar para las chicas aun cuando la Mary la hija del maestro armero me traía por la calle de la amargura, dejé de jugar con ella a la pídola y cuando la veía echaba mano al cilicio que me mandó poner mi director espiritual en la región lumbar y formulaba una jaculatoria:
─Señor, antes morir que pecar
Pero pecaba con los ojos, con la mano, con el hocico, con toda mi carne enfurecida. Un descuido. Me venía la imagen de sus bragas saltando sobre mí cuando yo hacía de burro y zas. Como sentía escrúpulo después de cometer aquel pecado mortal, y me daba vergüenza ir a confesar mis trasgresiones de la pureza tenía que bajar al Parral. Allí un fraile jerónimo, fray Paja, administraba el sacramento de la penitencia a los seminaristas que se la meneaban. Era un penitenciario de manga ancha pero algo sospechoso de mariconería. Hacíamos cola ante el confesonario de fray Paja y las confesiones duraban la tira, se arrimaba todo lo que le permitían las reglas, yo percibía el aliento apestoso y el cerquillo de su cabeza rapada tocando mi frente. Parecía que en vez de ir a reconciliarte con Dios bajabas a la alameda que así se llamaba el lugar bellísimo donde se emplazaba el monasterio mandado construir por don Enrique de Villena (ni palabra mala ni obra buena) en el siglo XV. a bailar el tango.
Los periódicos traían noticias del concilio y hablaban del papa buena San Juan XXIII el cual a posteriori se comprobó que no era tan bueno ni tan santo. El Vaticano II iba a ser el viaje a ninguna parte, una tarjeta de auto demolición de la iglesia que yo amaba. Fuimos los últimos de las misas en latín, la hermosa liturgia que había inspirado la devoción y el recogimiento durante siglos se fue al carajo. Todos decían que era necesario el idioma vernáculo para entender los ritos. Sin embargo, suprimido el misterio de lo sagrado y secularizada la religión católica, con el anhelo de ponerse al día, los seminarios quedaron vacíos, a las iglesias no iba nadie y las parroquias se quedaron sin curas. Hubo una fuerte pugna entre tradicionalistas y aperturistas que ganaron estos últimos. Mi corazón se llenó de tristeza viéndolas venir. Cuando empecé los cursos de Filosofía noté que mi vocación flaqueaba pero seguía los veranos ayudando a misa al cura chiquito, el coadjutor de don Benito, el párroco de Santa Eulalia, poniendole la banqueta a la hora de alzar, acompañándole en sus paseos largos hasta Baterías con el deán Fernando Revuelta, el bibliotecario don Cristino canónigo pertiguero y bibliotecario que me hablaba de los tesoros bibliográficos guardados en la catedral de Segovia en particular partituras musicales. El tercero de la terna era el beneficiado don Benedicto que era un alma de Dios, gordo y macizo con cara de hogaza. Ver a aquellos buenos clérigos subir la cuesta de la Pista siempre a la misma hora después de las Vísperas en verano y del oficio de Tercia en invierno era todo un espectáculo que inspiraba veneración y ternura por el contraste de estaturas. El capellán don Valerio no levantaba diez cuartas y el deán medía algo menos de dos metros y el beneficiado Benedicto pesaba más de cien kilos el gordinflón mientras don Cristino era un jijas, tan delgado que cuando soplaba el cierzo de la sierra, parecía que se lo llevaba el aire. Detrás de los clérigos, y según una tradición que provenía del uso y costumbres catedralicias antañonas, era conveniente que caminasen los acólitos cubriendo carrera. Así que Gonzalo, Teófilo el que sería mi alfaqueque como inspector de policía en la ciudad donde yo tuve una novia y venía para casarme, que me sacó de la cárcel cuando fui llevado al talego y yo ibámos detrás.
El oído atento, sacamos grandes provechos de lo que decían aquellos sabios. El cura chiquito era un oráculo en demonología. Satanás se transfigura en ángel de luz, decía.
─Tú ¿sabes cuantos diablos hay, Fernando?
El deán decía que muchísimos tantos como ángeles y muchos más que el número de hombres habidos y por haber y habrá desde que el mundo es mundo.
─A ver nombres, díganme nombres
─Está claro: Lucifer
─Ese es el más nombrado pero hay otros desconocidos verdaderos enemigos del género humano, epígonos de la iniquidad,
─Ya está Su Eminencia con sus palabros raros, don Valerio ─el deán Revuelta al capellán del cementerio siempre lo trataba de usted, no sabemos por qué─ No me toque los cojones
─Habla bien, Revuelta, que cuesta poco─ medió el canónigo pertiguero ─Yo lo que sé es que le llaman el Vetus, el viejo al cual se aplica el refrán de que más sabe el diablo por viejo que por el diablo
Los cuatro curas vestidos de talar con dulleta, teja y balandrán, se sentaban en una peña y allá seguía el cura chiquito con su discurso:
─Los más dañinos son Belcebú el que tentó a Jesús, Samael, Sacla, Belial, Nasbodeo y Apolión el demonio griego pero el más inicuo de toda esta cuadrilla es Ababdon el diablo judío y no miento.
─Claro que no mientes, Valerio, ese demonio el peor de todos tiene cátedra y trono en las sesiones del Vaticano II donde va de oyente y a la agachadiza. Nos van a dejar a todos con el culo al aire. Tendremos una iglesia que no la va a conocer ni la madre que la parió, dominada por Ababdon el satanás judaico, pero dame un cigarro.
El señor deán se quedó pensativo, sacó la petaca y lió un cigarrillo, de caldo de gallina. Despues ofreció tabaco a los compañeros. El beneficiado Benedicto no fumaba. Los demás sí. Los cuatro fumaron a gusto sobre las peñas y de atardecido regresaron con paso indolente y cansino a la ciudad. Eran un ritual, un espectáculo. Algunos niños se acercaban a besarles la mano. Ellos volvían a casa en silencio conscientes de que se acababa un ciclo de que la iglesia no iba a ser la misma aunque la barca de Pedro, Cristo lo predijo, zarandeada por las olas de la tempestad, no naufragaría pero terminaba una era. Yo decidí entonces colgar la sotana sin que haya podido arrojar lejos de mí el alma de aquel pobre seminarista gordito y mofletudo, tan crédulo e inocente que fui. Ababdón el diablo judío sigue más de medio siglo después dando guerra y haciendo de las suyas en Gaza, Ucrania y en España no va más.
Jueves, 2 de octubre de 2025