ME QUISIERON DAR POR CULO. MENUDA EXPERIENCIA...
PRIMER VIAJE A LONDRES
El año 1964 con veinte años cumplidos el preuniversitario aprobado y en segundo de Comunes con una carta de trabajo para ir a un campo a la recolección de fresas y ciruelas (strawberries and plums) y un diccionario Collins de bolsillo en mi macuto tomé el expreso de Hendaya. El tren iba atestado. Días antes, en el Bernabeu Marcelino había marcado el famoso gol a Rusia, Yasin bajo los palos, la "Araña Negra", que se interpretó (erroneamente) como un desquite por los agravios de la guerra civil, pero España vivía un ambiente de euforia y optimismo mirando con tranquilidad hacia el futuro. Se celebraban los XXV años de paz por todo el país.
Eran multitud los estudiantes españoles que habían escuchado la voz de Shakespeare. En el andén sonrisas y lágrimas y pañuelos de despedida. Bajo la alta mampara de la estación de Príncipe Pío me parece que se repitieron escenas como las vividas cuando la expedición de la División Azul se puso en marcha para ir a Rusia. “Abrígate, no cojas frío”─ qué anacronismo estábamos en pleno junio─ “No bebas mucha cerveza”, “Reza tus oraciones de la mañana y de la noche”
─Sí, mamá.
─A ver qué hacemos, cuidado con las inglesas.
─Sí, papá.
─Escribe pronto.
─En cuanto llegue.
Muchos de nosotros íbamos a la aventura. En los planes de segunda enseñanza dábamos francés pero el inglés se estaba imponiendo. Era el idioma del futuro a pesar de Blas de Lezo, la Invencible, y a pesar de Gibraltar, oh Gibraltar, tú la espina clavada en suelo español. La lengua de Milton había que aprenderla por cojones si se quería ser algo en la vida. Habíamos sido un pueblo germanófilo y francófilo pero nos estábamos pasando al campo de nuestro enemigo histórico y la culpa la tuvo Franco que el 17 de julio de 1936 estando en Tenerife se fumó la clase de inglés con una profe particular que se llamaba Miss nosécuantos, por causa mayor. Se preparó la gorda.
En adelante Franco, un anglofilo de siete suelas, siempre padeció de esa merma, que era un complejo de inferioridad inherente a nuestras clases dirigentes. Tardamos casi un día en llegar a París y allí hacer transbordo desde la estación de Austerlitz a la Gare du Nord.
No tuve dificultades porque los franceses son cartesianos, optan por la línea recta mientras los anglos prefieren la línea curva. El inglés es sinuoso de por sí. Por eso no me perdí en el metro parisino mientras en el londinense me costaría verdaderas lágrimas de desolación coger el tubo que me llevó a las chimbambas dando vueltas por la Circular Line con mi macuto a cuestas. Mi padre me había sacado del cuartel un macuto de campaña, botas militares y pantalón caqui. La gente me miraba como si fuese marcando el paso. Un mozo del pueblo de Fladbury donde yo llegué le escuché decir con sorna:
─Here is the Spanish Armada again (Aquí están los españoles de Nuevo)
─Esperemos que sir Francis Drake termine su partida de bolos para darles una paliza.
Bajé la cabeza, humillado. Yo preguntaba dónde estaba la estación de Paddington pero nadie me entendía y ¡yo que me ufanaba de saber hablar la lengua del imperio¡... Gotas de sudor y de lágrimas caían sobre las páginas de mi diccionario Collins.
Aquel día lloré más que nunca. Nadie me entendía, ni me ayudaba. Me puse a rezar acurrucado en el extremo de un vagón pidiendo a la Virgen que me ayudara a encontrar el camino de regreso pues maldita la hora que había yo avistado los blancos acantilados de Dover. Quiero irme a casa. Sin embargo, después de casi dos horas de andar perdido en el subterráneo avisté un cartel que ponía Paddington. Hacía un calor bochornoso. Lo que más me llamó la atención fue el olor de Londres así como la homogeneidad de los rostros impávidos, el goteo de las pisadas apresuradas, la inmensidad de aquella urbe que olía a zotal y a ropa vieja.
Me senté en un banco y ya dispuesto a pasar la noche tendido sobre la madera con el macuto de mis pertenecías por cabezal, cuando escucho a alguien que me hablaba en español:
─Hola
─Buenas.
─Me llamo Pablo, soy de Madrid. Vine a Londres y trabajo de friegaplatos y ¿tú?
─A Evesham a un campo de trabajo en Worcester. Perdí el tren y el próximo convoy no sale hasta mañana a las diez.
─ ¿Tienes habitación?
─Dormiré echado aquí a la luna de Valencia.
─No se puede. Te detendrá la poli. Si quieres, yo tengo un sitio en mis lodgings. Puedes venir conmigo a mi posada. No te cobraré nada. Es gratis.
No encontré sospechosa la propuesta de Pol. No quería que le llamase Pablo en español. Pol a secas. Que me ayudó a portar mi pesado equipaje sin asustare del estruendo de mis botas de artillero que taconeaban con estruendo por el malecón.
─Bueno vamos.
En ese momento pasó una niña jamaicana de madre negra y padre blanco, mezcla de razas. Londres era ─iba a ser, estaba siendo con la pérdida de las colonias─ un melting pot. El padre iba leyendo un periódico sábana “News of the World” y estaba entrando en agujas una máquina de vapor. Por la ventanilla se asomaba un fogonero rubiales con la cara tiznada de carbón. El tren era el mixto de Cardiff. Gales siempre estuvo en mi imaginación. Era la patria de Tom Jones.
Mi huésped vivía dos calles más arriba, un cuartucho interior en sótanos que compartía con otros estudiantes. Baño no lo había y había que mear en un sillico. Mientras meaba y me desnudaba el tipo se quedó mirando, una mirada de lascivia que no había visto yo nunca. Esos ojos me hacían daño y le pedí que se volviese de espaldas mientras yo evacuaba mi vejiga. No hizo caso. Se abalanzó de pronto sobre mí queriéndome besar.
─Túmbate ahí y yo te digo cositas.
Santo Dios. Pegue un brinco que debió de despertar a todos los huéspedes. El landlord bajó del piso de arriba en paños menores con una linterna mientras yo chillaba con toda la fuerza de mis pulmones:
─No por Dios. A mí maricones.
Me vestí como pude y salí de estampida regresando a la estación con mi macuto a cuestas y con mis estruendosas botas del ejército español que a esas horas de la madrugada quebrantaban el silencio de la capital inglesa. Taconeaba con rabia como diciendo adonde me habré metido.
Paseando junto a un furgón de correos y con las manos puestas en las posaderas no fuera a regresar aquel infame maricón transcurrió toda la noche hasta que tomé el tren de Fladbury. Mi entrada en Londres no fue nada triunfal pero la voz de Shakespeare me llamaba y unos ojos acariciadores me miraban en la lejanía. Eran los de la Suzi. Mi primer encuentro con la gran metrópoli donde pasaría después los años más deliciosos de mi juventud no pudieron ser más torpes.
Lo mismo que el postrero cuando traté de trabar contacto con mi hija Helen y un ucraniano quiso matarme con una flecha de jugar a los dardos. El primero no encontró el ojo del culo y el segundo no atinó a la cabeza porque mi ángel de la guarda puso la mano.
El campo de trabajo de Fladbury era un verdadero Lager o campo de concentración, un invento de los ingleses en Rhodesia, maloliente, los camastros atestados de piojos y de chinches donde nos mataban de hambre. Lo mejor era el desayuno, palomitas de maíz y té azucarado, mientras sonaba en el comedor la música de los Beatles. Escuché allí a los Beatles por primera vez cantando por los micrófonos de la BBC.
Soñaba con tener novia, aquellas ojizarcas minifalderas pero a los operarios de los campos de trabajo no nos dejaban entrar al baile y a la puerta de los pubs había un cartel que ponía vedandonos la entrada a los temporeros: “no dogs and strawberry pickers allowed”.
Aquellos campos eran la tierra de Shakespeare. Stradford upon Avon estaba a tiro de piedra de Evesham. Había un parque detrás de una iglesia gótica destruida por los puritanos de Cromwell donde, tendidos en la hierba, las parejas se arrullaban y hacían el amor.
Como comía poco, yo estaba muy cansado y enflaquecí. Era un trabajo a destajo. Llenabas una cesta y te daba el capataz un chelín. Tantas cestas tantos chelines. Había un español estudiante de de Salamanca, un tal Conejo, que era un pícaro y a veces en cada cesta que llenaba introducía una piedra por debajo. A veces colaba, y a veces no. Todos envidiábamos a un alemán llamado Gunter que era una verdadera máquina. Mientras nosotros tardábamos una hora en la recolección de frambuesas, él acababa el recipiente de llenarlo en unos minutos.
El maldito Conejo que, aparte de mal educado era un golfo, al salir la conversación sobre la segunda guerra mundial y el tema Hitler le dijo a Gunter a la cara que a él el Fuhrer le tocaba los huevos. Dicho esto, el alemán tiró el cesto de las fresas, se arrojó al suelo y empezó a gritar y a darse golpes contra el suelo con la cabeza. Más que llorar berreaba. Se produjo un escándalo. Vino el warden o guardián que había sido sargento mayor en la infantería británica, superviviente del desembarco de Normandía, y empezó a consolar al muchacho, un detalle de la tradicional compasión británica.
Por lo visto Gunter había perdido a su padre y sus dos hermanos en la Wehrmacht y su madre pereció en el bombardeo de Dresde. Para mí fue lo más desagradable de aquella peripecia: la maldad de mi compatriota y la bondad del guardián del Lager. A los pocos días pedí la cuenta y tomé las de Villadiego camino de París. Esta vez no me perdí en el metro de Londres y dije adiós a los blancos acantilados de Dover a toda prisa.
No sabía yo entonces que haría aquel camino de ida y vuelta a lo largo de mi vida bastantes veces, porque he de decir con Graham Green (título de una de sus novelas) “England made me”. Es decir: que mi carpintería mental fue construida con madera inglesa
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