La olma que había
frente a la iglesia pueblo tenía más de dos mil años. Había sido plantada por
los soldados de Trajano (la historia hace nacer a dicho emperador en Pedraza)
que era un poco paisano nuestro y era mayor que la de Pedraza, un redondel su
tronco de cerca de quince metros que no la abarcaban veinte paisanos, cuyas raíces
desde el arroyo circundante se extendían por todo el pueblo desde la casa
curato a la pobeda. La olma allí estaba siempre mirándonos, impertérrita,
augusta, siglos y siglos, contemplando el paso de generaciones. Sus ramas
florecidas se extendían por los lados a manera de grandes candelabros
protectores. Los niños de la aldea trepábamos por el tronco hueco, nos
sentábamos, echábamos risas y jugábamos a la malla. Sus ramas crecían hasta
tocar la punta de los aleros y las raíces reptaban subiendo la ladera del
calvario donde estaba el camposanto. La quima formaba un corro donde se
sentaban a tocar la gaita y el tambor en las fiestas patronales. Y algunas
veces se celebraban los concejos. Había sido plantada seguramente en tiempo de
los romanos. Y esto no son conjeturas sino probabilidades porque aquel
villorrio en una esquina de la provincia de Segovia estaba emplazado dentro del
itinerario de Antonino. Fuentesoto, al pie de una fuente salutífera que manaba
un chorro ingente de agua calda por el invierno y muy fría por el verano, debió
de ser un vivaque o manor donde descansaban las legiones que iban desde Astorga
a Uxama. Al recordar aquel árbol de mi infancia se me caen las lágrimas porque
su tronco y sus raíces guardaban el polvo de las crepidas o botas militares de
las acies de Roma y vieron pasar a los guerreros moros que arrebataron el
castillo a los visigodos y después a los Tercios de Flandes. Más tarde, a los
guerrilleros que lucharon contra la francesada. Aquella era la tierra del
Empecinado. De últimas, se había venido diciendo que nuestra raza viene de los
judíos; creo que se trata de una tesis poco segura y sin base histórica.
Algunos debieron de morar en Sepúlveda y Sacramenia y Riaza que estaban
cercanos pero por lo general los rasgos faciales de nuestros antepasados no
eran israelitas. Éramos tierra de frontera. Estábamos en una linde. Al otro
lado de la cordillera era ya tierra de moros. Se fundieron las razas. Esa
simbiosis misteriosa de judíos, moros y cristianos que conforma ese enigma
nacional que es España. Los musulmanes allí apercibidos tras la conquista del
valle del Duero fueron bien recibidos, se asimilaron, aunque conservasen
algunas de sus viejas costumbres venerables, trabajaron la piedra de las
iglesias románicas y nos enseñaron a regar las acequias de la vega. Todos los
alarifes y los molineros de las aceñas eran moriscos. Pienso que esta
exaltación del judaísmo, ahora todos los españoles quieren venir del pueblo
elegido, no es más que una entelequia propagandística pues siempre habrá que
estar con el poder. Somos godos, provenimos de los vacceos. Somos numantinos,
indomeñables, gente difícil, acostumbrados al sufrimiento, guardadores de las
viejas tradiciones cristianas y de los santos del calendario. El año 53 fue
talada aquella olma cuando pusieron el coche línea Peñafiel-Madrid. Un
sacrilegio biológico que quizá anunciase los terrores del milenario: las aldeas
vacías, la despoblación del campo y la emigración a las ciudades. Pero los
iberos somos así de recios. La España carpevetónica desprecia cuanto ignora y
prefirió subirse al carro de heno del progreso. Aquel ulmáceo creo que era el
más antiguos de Europa, divinidad maternal que guardaba el secreto de los
antiguos dioses protectores del pueblo. Allí me mandaron mis padres los
veranos, una boca menos porque entonces no había. Yo era un niño frágil tierno,
crédulo y muy guapo. Las vecinas del barrio de San Andrés Puerta del Socorro
lindante con la judería vieja donde nací me comían a besos. ¡Qué niño tan guapo
tiene usted, señora Juanita! Ya ves, mis padres me mimaban demasiado por ser el
primero y por haber venido después de una hermanita, Henar, que murió a los
tres meses de meningitis el año 41. Yo era un niño triste, ingenuo, de mirada reconcentrada al que le gustaban
los libros. Una de las primeras fotos que conservo aparezco con un libro en la
mano. Estaba sellado mi destino, he de decir, lo que son los genes, mi nieto
Pelayin es también muy guapo, creo que más guapo que yo y menos triste y más
simpático. Iba a un colegio de pago, las Jesuitinas y allí aparecieron los
primeros signos de rebeldía que me persiguieron toda la vida. Escribía con la
zurda y la monja sor Josefina me ataba la mano a la silla para que escribiese
con la derecha. Demasiado crédulo e inocente, algo soñador, pensaba haber
venido a un mundo hermoso y agradable donde no existían traumas ni dolores ni pecados.
Donde no existían ni los perdedores ni los malos. Cuando me mandaron al pueblo
“a tirar varetas” el contraste fue cruel. Antoñito, espabila y llevo sin
espabilar toda mi vida. Por eso me las dieron todas en un carrillo. Los
muchachos aldeanos se reían de aquel pobre niño de ciudad. Le hacían toda clase
de perrerías y aprendí sin utilizarla una palabra que está ahora muy de moda:
bulling. Papá y mamá cerraban la casa y se llevaban con ellos a Javi el
preferido de mi madre, el más simpático. Papá tenía una comisión como
instructor de reclutas del Campamento de Robledo. En tal comisión de servicio
enseñaba a los estudiantes de la IPS que hacían una mili especial y salían de
sargentos y de alférez. Robledo era un paraíso a la sombra del Peñalara contiguo
y al pie de la Granja de San Ildefonso. Más de diez mil tíos (quince bajo la
lona se reunían en aquellas chabolas en aquellas chabolas circulares Robledo
era el Grafenwohr español). Había los
domingos unas misas de campamento impresionantes en el Llano Amarillo.
Recientemente fui a visitarlo y se me cayó el alma a los pies. Crecían zarzas
cerca del sagrario donde se exponía el Santísimo y el cristo de la buena muerte
había sido profanado. Era un tiempo triunfal que nada tiene que ver con la
tristeza y el egoísmo de ahora pero en fin, corramos un tupido velo porque tras
de tiempos vienen tiempos. A mí me sacaban billete en el Gutiérrez el coche de
linea que hacía la ruta Segovia-Aranda de Duero. Mi abuelo Benjamín me estaba
esperando en el empalme de las Suertes Viejas con el carro. Uncidos al yugo del
carro de mi abuelo tiraban dos mulos. Uno el “Sevillano” y el otro el “Noble”.
Este último tenía poco de su nombre porque era mohíno y más falso que Judas; en
una ocasión a tía Paulina la tiró una coz que por poco la deja sin nariz cuando
fue a hacer pis a la cuadra. El cambio fue traumático, insisto. Fuentesoto me
hizo abrir los ojos y contemplar las contrariedades, injusticias y
arbitrariedades de la vida No había leche y nos alimentábamos de pan y cebolla.
El abuelo Benjamín era otra cosa, pese a la pobreza y a las carestías de aquel
tiempo. No había seguridad social y cuando el abuelo enfermó de la próstata
hubo que vender algunas tierras para pagar al cirujano del Hospital de la
Misericordia. Quedó mal y sufrió muchísimo. “Tengo muchos dolores hijo es como
si un mastín me ahincase los dientes en la rabadilla”, me decía el pobre. Los
chicos de mi edad eran paupérrimos. Calzaban albarcas y peales como los
romanos. Cuando me acanteaban, volvía a casa por los pantalones rotos por la
culera y el peto con unos retales que me hizo la tía Dominica con un mono de
soldado con un tirante fuera. No se me olvida: la experiencia más traumática y
cruel que padecí un verano fue cuando el Rufino un gañán con la cabeza abombada
que odiaba a mi padre por ser militar y toda su familia era de izquierdas me
azupó su perra, era un cánido color marrón y los ojos fulgurantes que me mordió
el culo y parte de los tobillos, volví a casa llorando con el pantalón roto y
sangrante. Aquella maldita perrita ratonera atendía por el nombre de “Maula”. Toda la vida se me representa
aquella perrita enana de color canela ahincando sus dientes en mis calcaños.
Fue en la era del Tío Monago. Desde entonces tengo pavor a los perros. Las
risotadas que se daba el Rufino en la era de Maudillo se me quedaron grabadas.
En el infierno deben de resonar eternamente estas carcajadas satánicas que fue
tan vil como incitar a la Maula a que
mordiera en el trasero a un niño de siete años. A pesar de los sufrimientos y
humillaciones que padecí en aquel pueblo de Fuentesoto tan feroz yo seguí amando
aquel lugar que fue el escenario de mis primeras correrías infantiles, añorando
sus piedras románicas, y la olma triunfal que fue derribada para dar paso al
Albarrán, un verdadero sacrilegio ecológico. La venalidad de aquellos
pueblerinos, sus mofas, sus carcajadas me enseñaron una cosa: hay dos Españas
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